Retch Better Keb – Parte 1
Para Brenda Artigas
Creer en aquello que sabemos de antemano que no es así
Mark Twain
—8 de mayo—Creo me estoy volviendo loco. No recuerdo con claridad lo que ha pasado en los últimos días. Más que un diario son notas de aquellas situaciones que me han atormentado. Espero que pueda rectificar y no perder la poca cordura que me queda al momento de escribirlo. Empezaré con mi nombre: Herbert Beckett.
—4 de mayo— Era de noche, como aquellas en las que uno no quiere salir de su cama por la sensación de tristeza que hay en el aire, cuando me encontraba caminando por el pasillo que recorría alegremente con mis hijos años atrás. Iba solo, cabizbajo, con una vela en mi mano para alumbrar mi recorrido. Observaba las paredes donde tenía colgadas fotos de mis antepasados, así como ese gran árbol genealógico. A lo lejos, escuché el aullido de los lobos los cuales nunca he podido soportar desde que he sabido que vivo aquí, en aquel bosque donde no cualquiera se atreve penetrar, ubicado en la parte posterior a mi mansión.
Llegué a la biblioteca y al abrir las puertas oía cómo los tablones de madera rechinaban, igual el piso con cada paso dado. Un rayo cayó en el bosque fulminando, creo yo, varios árboles. Se iluminó de momento la estancia. Con pereza cogí uno de los libros favoritos de mi difunta esposa. ¡Ay, amada mía! ¿Por qué tuviste que salir con los niños esa noche tormentosa? Aún es pronto el accidente como para olvidarlo. ¡Por qué el cochero tuvo que tomar ese camino! ¿Es que, acaso, tenía ese plan en mente? ¡Oh, mi amada!… Mas me estoy desviando de mis propósitos.
Me senté en el sillón rojo donde ella acostumbraba acomodarse, mientras leía en las noches de invierno, a lado de la chimenea. Escuché ruidos en el pasillo, creyendo que era la servidumbre, no les di importancia. Sonaron con mayor fuerza. Miré el reloj y me percaté de la hora, no por la manecillas, sino por las doce campanadas —froto mis ojos, casi no he dormido— Sentí un viento helado recorrer la habitación, sin embargo los ventanales estaban cerrados. Al dar la última, los libros de los distintos estantes volaron por la habitación, los ruidos como de cadenas y metales aumentaron de intensidad. De nuevo el viento frío que apagó la velas —mi mano tiembla al recordar lo que sucedió después, la luz blanca me ciega un poco—.
La habitación se alumbraba sólo con los relámpagos de la tormenta. Ya no escuchaba los metales, sino como que alguien intentara abrir la habitación. Caminé hacia el ventanal y miré el claro del bosque. Mi cabeza daba vueltas; —¡Dios!— a través de los cristales miré cómo mi rostro palidecía. Una silueta encapuchada caminaba hacia la mansión. Se detuvo y, creo, no estoy seguro, miraba hacia donde yo estaba. Se quitó la capucha y me paralicé, ¡era el vivo rostro de mi esposa, pero sus ojos no eran los mismos! Levantó sus manos y me señaló. Volteé al interior y en un nuevo resplandor, observé que en la pared, encima de las fotografías, estaban escritos unos símbolos. Regresé mi mirada hacia fuera. Ese ser seguía señalándome, pero ya no era el rostro de mi esposa era…era… ¡monstruoso! Me tapé la boca con mi mano para ahogar el grito. De la punta de su dedo surgió una flama azul que poco a poco comenzó a cubrirle todo el cuerpo. Sentí como si me desvaneciera en el aire, con esa carcajada que aún retumba en mi cabeza.
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